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domingo, 22 de septiembre de 2013

HORRIPILANTES PRETENSIONES LITERARIAS

Aquí os dejo un nuevo relato, espero que lo disfruteis...


El viejo Ford Mustang avanzaba a toda velocidad por la vieja nacional en dirección a aquella casa rural en las faldas del Moncayo. Pedro era un escritor en ciernes, de esos escritores que obtienen un éxito moderado con una novela y quieren tener un segundo éxito para demostrar que no fue casualidad. Si volvía a hacer algo bueno la editorial le firmaría un contrato de veinte mil al año. Tenía que hacerlo, les demostraría a todos de lo que era capaz, le demostraría a su padre que no era un perdedor y a esos estúpidos del departamento de literatura les demostraría quien era el mejor. Esos pseudo intelectuales  que lo habían apartado de la docencia, pfff…alcohólico…que sabrían ellos lo que es ser un alcohólico. “Se lo demostraré a todos, les demostraré lo que valgo”.
El Moncayo se iba aproximando cada vez más cubierto de bruma y frío. La calefacción del Mustang creaba una sensación de calidez en el interior del coche que a su vez provocaba que los cristales se fueran empañando. Mientras conducía con una mano con la otra se secaba la moquita que le caía por la nariz. En unas pocas horas anochecería así que pisó el acelerador un poco más y al instante un pitido le sobresaltó, miró el salpicadero y comprobó con fastidio que se estaba quedando sin gasolina. Según el mapa que había consultado antes de salir había una última gasolinera a unos 40 kilómetros antes de la casa, tendría que estar a punto de llegar. ¿Y si el mapa era viejo y ya no había allí ninguna gasolinera?.  Se quedaría tirado en mitad de aquella apestosa carretera rodeado de bosque por todos lados y ya faltaba poco para anochecer…llamaría a los del seguro e irían a buscarlo, no habría ningún problema. “Tengo todo bajo control”. Las dudas se desvanecieron cuando a la derecha de la carretera vio la señal de estación de servicio. Era una gasolinera pequeña de un solo surtidor, al lado de ella un viejo caserón de piedra hacía la veces de posada. De la fachada colgaban dos faroles entre los cuales tallado en un trozo de madera se leía: “El Último Trago”. Mientras esperaba a que alguien lo atendiera echó un vistazo al letrero, iba bien aprovisionado pero no había llevado whisky. Si compraba una botella no pasaría nada, no iba a beber claro…pero nunca se sabe. Un hombre con una gorra salió por la puerta de la posada, era el gasolinero. Tras llenar el depósito Pedro entró a la posada. Era una auténtica tasca de cazadores donde hacía mucho tiempo que no entraba nadie que no fuera el gasolinero o los cazadores de la zona. Una barra cruzaba de lado a lado la habitación cuyas paredes estaban adornadas con cabezas de jabalís y algún que otro corzo. Por el resto de la estancia se distribuían cuatro mesas de madera oscura y en el fondo un par de troncos de carrasca se consumían en un enorme hogar de piedra gris. Al otro lado de la barra un hombre que pasaba sobradamente los sesenta años miraba la televisión mientras secaba un vaso distraídamente.
-         Hola, yo…- balbuceó Pedro.- querría una botella de whisky.- concluyó.
El viejo posadero dejó de sacar brillo al vaso y se dirigió a la zona de las botellas.
-         No suelo vender botellas enteras pero bueno…hoy haré una excepción. Aquí solo vienen cazadores ¿sabe?. Usted no tiene pinta de cazador.
-        No soy cazador, yo…bueno…soy escritor. He reservado la casa que hay a 40 km de aquí, esa que está a los pies del Moncayo. Ahí espero encontrar la tranquilidad necesaria para escribir mi novela.
El posadero agarró la botella con una de sus manos y miró desconfiadamente a Pedro.
-         Ya… bueno vaya usted donde quiera…pero págueme la botella y márchese si no quiere nada más.
Pedro sacó la cartera y tapándola con una mano con la otra sacó el dinero justo y pagó. Salió de allí sin despedirse. Ya montado en el Mustang vio por el retrovisor como se encendían los faroles de la fachada de la posada en el momento en que la negrura comenzaba a bajar por las faldas del Moncayo. Mientras se alejaba echaba mirada fugaces al espejo del piloto y se atusaba el pelo con la mano derecha. “Esta gente necesita algo de civilización, no están acostumbrados a tratar con gente como yo, malditos paletos”.
La noche ya era cerrada y a los lados de la carretera los árboles del bosque creaban figuras grotescas en la oscuridad. Pedro procuraba no mirar mucho a los lados, se centraba en el frente de la carretera. “Espero que no fallen los faros, los del seguro tardarían horas en llegar hasta aquí”. Puso un poco de música, la música le ayudaba a no pensar y dadas las circunstancias eso sería lo mejor. No cogía ninguna emisora de la frecuencia modulada así que puso uno de los cd que llevaba en la guantera. Al instante la guitarra de Angust Young empezó a desgarrar el silencio del interior del Mustang, los cristales se estaban empañando otra vez así que bajo la ventanilla para que el aire fresco los desempañara. El coche se hundió en la noche mientras la desgarrada voz de Bon Scott gritaba “Estoy en una autopista hacia el infierno
Tras varios kilómetros por una carretera comarcal al fin llegó. El caserón se alzaba recortándose contra la luz de una luna llena envuelta en una bruma fantasmal. La había reservado para un mes que sería lo que calculó que le costaría escribir su novela. El tío con el que había hablado le dijo que le dejaría la llave en una maceta de la entrada, sólo había una maceta así que lo tuvo fácil. El caserón por dentro era enorme, en la planta baja había un baño y una leñera a través de la cual se bajaba a la bodega, en la primera planta había dos habitaciones y un gran salón desde donde unas escaleras subían a la última planta. Pedro entró con su bolsa de viaje a cuestas y una bofetada de aire caliente le recibió. Subió a la primera planta y se instaló en una de las habitaciones próximas al salón. Salió a recorrer la casa, en el salón un gran hogar estaba preparado con unos cuantos leños de pino dispuestos para arder. “No necesito el hogar, hace un calor de mil demonios aquí”. Tras ojear el salón subió a la planta de arriba pero una puerta cerraba el paso. Bajó a la planta de abajo donde se alivió en el wáter. Se metió en la leñera donde cientos de leños de pino se apilaban en torno a una oscura puerta dónde Pedro se asomó recibiendo una corriente de aire pestilente y caliente. “Puagg debe de haber un gato muerto pudriéndose allá abajo”. Estaba cansado y decidió subir a su habitación a descansar, según se echó en la cama cayó en un sueño profundo.
Los ruidos le despertaron pasada la medianoche, abrió los ojos en la oscuridad y se incorporó sobre la cama. Venían del salón , se levantó de la cama y empezó a avanzar hacia allí, al llegar al rellano de las escaleras vio que la puerta del piso de arriba estaba abierta, en ese instante un tintineo se escuchó en el salón, siguió avanzando hasta el salón donde la luz estaba encendida, se asomó con cautela y ahogó un grito de sorpresa al ver a un hombre anciano pulcramente vestido sentado sobre la mesa y removiendo un vaso con una cucharilla.
-         ¿Quién diablos es usted? – dijo sobresaltado.
-         Disculpe si le he asustado – empezó a decir el anciano volviéndose hacia él- soy el propietario de la casa, el hombre al que se la ha alquilado.
-         Pero yo le pagué el alquiler con la intención de estar sólo. – contestó Pedro con cierta indignación.
-         Oh no se preocupe no le voy a molestar, casi no salgo de las habitaciones superiores, ¿me dijo que era escritor?
-         Pues…sí.
-    Puedo escribirle esa novela que tanto desea, ¿ve esa librería?- le preguntó señalando una estantería atestada de libros- Todos esos libros los he escrito yo, grandes éxitos en su mayoría.
-         No sé qué decirle, ¿podría echarles un vistazo?
-      La verdad que preferiría que primero contratase usted mis servicios, durante toda mi vida he sido…como decirle…una especie de “negro”.
-         Ya veo que me ha tendido usted una encerrona.
-         Bueno yo no lo llamaría así. – dijo el anciano con una sonrisa en la cara.
Qué diablos podría perder, como mucho algo de dinero, nadie se iba a enterar que ese viejo desgraciado había escrito su novela en su lugar. “Estoy en el fin del mundo, quién se iba a enterar
-      De acuerdo, escríbame la novela, por supuesto la firmaré yo y cuando la acabe ya hablaremos del precio.
-         De acuerdo entonces.
El anciano se despidió con un gesto de la mano y se perdió escaleras arriba camino de sus estancias. Pedro volvió a la cama, eran cerca de la una y quería madrugar para empezar a escribir, apagó la luz, cerró los ojos y se concentró en dormirse, en relajarse. Al principio sólo era un leve chirrido, poco a poco fue en aumento, como algo que va y viene, el sonido fue sacando a Pedro de su estado de duermevela para traerlo de vuelta a la realidad, el sonido ya era algo evidente, un ruido que iba y venía, el corazón le empezó a latir cada vez más deprisa y con la urgencia que da el miedo buscó la pera de la luz con las manos y la encendió, un hombre ahorcado se balanceaba en mitad de la habitación colgado de una soga que salía del techo, Pedro notó como se orinaba encima a la par que se arrastraba horrorizado hacia la puerta sin dejar de mirar el cadáver balanceándose. De repente el ahorcado abrió unos ojos inyectados en sangre y con una voz estentórea se puso a gritar.
-¡Huye! ¡Huye de esta casa insensato!
Pedro salió corriendo de la habitación y subió escaleras arriba donde aporreo la puerta. El anciano abrió.
-         ¿Qué ocurre?
-         ¡Hay un hombre ahorcado en mi habitación!
-         Pero qué dice, eso no puede ser, vamos a verlo.
El anciano bajó las escaleras seguido de Pedro, cuando se asomaron a la habitación ahí no había nada.
-         Habrá sido una pesadilla, cálmese.- Le dijo el viejo mirándole la mancha que tenía en la entrepierna.
-         No, le juro que lo he visto e incluso me ha hablado.
-         Será mejor que descanse, yo trabajaré durante toda la noche y mañana por la mañana comentaremos detalles de su gran novela, ya verá que bien.
Pedro casi se convenció de que había sido una pesadilla. Volvió al cuarto pero antes de dormir pensó en algo que le haría dormir del tirón. Sacó la botella de whisky de la maleta y el dio un largo y ansioso trago. Ahora todo iría bien, dormiría de un tirón hasta mañana. Se tumbó en la cama, cerró los ojos y por primera vez en toda la noche se durmió.
Esta vez los ruidos tardaron más en llegar. Eran unos gemidos, como lamentos de niña. Pedro se despertó en la oscuridad de su cuarto y se echó a llorar, la vejiga se le descargó por segunda vez. “Pero que es todo esto dios mío”. El vello se le erizó sobre la piel de gallina y por primera vez en su vida supo lo que era estar aterrorizado. Los gemidos venían del salón. Pedro cogió la botella de Whisky y tras beber un largo trago la cerró y la empuñó a modo de arma, se secó las lágrimas y se dirigió al salón. Se asomó con auténtico terror por la puerta y al contemplarla un escalofrío le recorrió la nuca. Una niñita de no más de 6 años jugaba con un peluche quemado; pero algo le pasaba porque gemía continuamente. Cuando se percató de que Pedro la miraba desde la puerta dejó el peluche en el suelo y empezó a andar lentamente hacía él.”Por favor por favor por favor” De haberle quedado orines en su interior Pedro los hubiera dejado salir de nuevo, en lugar de mearse encima se echó a llorar mientras sostenía la botella de manera patética. La niña lo miraba con gesto serio.
-         Quiero a mi mamá. – dijo de repente con una vocecita dulce.
-         Yo…yo no se…donde está tu mamá.
La niñita avanzó un paso hacia Pedro.
-         Quiero a mi mamá. – volvió a repetir.
Pedro ya no podía ni hablar. La niña se empezó a reír, suave al principio y cada vez más alto. Mientras se reía avanzó un poco más hacia él y cuando estaba a solo unos pasos de distancia dejó de reír, fue en ese momento cuando Pedro se dio cuenta: la niña no era una niña, era una anciana con la cara podrida que lo miraba respirando violentamente a través de los pocos dientes que le quedaban.
-  ¡Quiero a mi mamaaaaaaa!- La voz sonó de una manera asquerosa y sobrenatural.
Pedro se desmayó. Cuando recuperó la consciencia el salón estaba vacío, le dolía la cabeza y no sabía muy bien si lo que había visto era real o no. Comprobó que no tenía ninguna herida en ninguna parte de su cuerpo y se dirigió al salón. “¿Me estaré volviendo loco?”. Se encaminó hacia la estantería donde centenares de libros se agrupaban en perfecto orden y cogió uno al azar. Al observar las tapas se extrañó ya que estaba encuadernado en cuero viejo al estilo del siglo diecinueve. Al leer el título se le heló la sangre. “Las leyendas de Becker…no puede ser…esto no lo ha podido escribir el viejo”.
-     Lo escribí yo no tenga duda.- El anciano lo observaba desde la puerta del salón con un libro en la mano.- y aquí está su novela.- dijo alzándola en el aire.- va a ser un éxito ya lo verá, bueno realmente no lo verá.
El viejo se acercó a la estantería y con elegancia infinita colocó el libro en una de las baldas vacías de la librería. Pedro lo miraba incrédulo sin entender nada.
-         ¿Quién es usted?
Sus ojos coincidieron y Pedro pudo ver como los ojos del anciano cambiaban continuamente de color, eran profundos y lejanos como las edades del mundo.
-         Soy el Diablo. Y voy a llevarme tu alma.
En ese instante un ser monstruoso irrumpió en el salón desde la planta baja, llevaba un delantal de carnicero y en una de sus manos portaba un hacha de cocina, no tenía nariz y la boca la llevaba salvajemente cosida. Con una agilidad pasmosa soltó un tajo y le rebanó una mano a Pedro que cayó al suelo descompuesto. Otro tajo le rebanó el pie a la altura del tobillo aunque quedó ligeramente unido a la pierna a través de un tendón sanguinolento. De aquél ser monstruoso salía por algún lado una risa malvada y gutural ante la elegante pasividad del anciano. El engendro cogió a Pedro en brazos y lo bajó por las escaleras en dirección a la bodega. El pié se balanceaba de un lado a otro mientras el tendón que lo unía se iba partiendo poco a poco. De la mano amputada salía sangre a borbotones. “Todo acabará pronto”. La bestia bajó las escaleras de la bodega y Pedro aun pudo ver que en el fondo de ella se abría un agujero entre las rocas de la montaña, un agujero rojo a través del cual se veían almas sufriendo tormentos eternos. El viejo lo miró por última vez.
-         Tan apenas acaba de empezar.
Fue lo último que oyó Pedro antes de precipitarse por el agujero sin retorno.

El día comenzaba fresco y en la taberna “El último trago” el posadero estaba preparando unos troncos de carrasca para caldear la habitación. En ello estaba cuando entró un cazador a almorzar, un caldo caliente de carne y unos huevos fritos para empezar con fuerza un día de buena caza. Tras hablar de banalidades el cazador le preguntó por algún chascarrillo a lo que el posadero tras dudar un instante le contó que sí tenía uno.
-   Ayer por la noche vino un chiflado, decía que era escritor y que había alquilado la casa de allá arriba para escribir.
-         ¿La del tío Sempiterno, el que se ahorcó?
-   Sí. Lo curioso es que desde que se ahorcó Sempiterno la casa está abandonada pero cada dos por tres vienen chiflados y muy a menudo esos chiflados son escritores.
-         Quizá tenga que ver que en esa casa vivió Gustavo Adolfo Becker.
-         Déjate de ostias y vete a darle a los jabalís anda.

El fuego ya ardía con fuerza haciendo crepitar los leños de carrasca en el gran hogar. Sobre una mesa un Heraldo de Aragón aleteaba a causa de la brisa que entraba por una de las ventanas abiertas al cierzo. Una brisa fuerte pasó dos páginas del periódico mostrando la sección de clasificados, el anuncio tenía la letra pequeña, no se veía bien si no te fijabas; pero ahí estaba claramente:


Se alquila casa rural en las faldas del Moncayo. No preocuparse los frioleros ya que cuenta con buena calefacción. Ideal para escritores que quieran retirarse del mundo. Interesados llamar al 666 666 666

                                                  FIN

lunes, 18 de marzo de 2013

ROMANICO ARAGONÉS; UN SUSURRO EN EL NORTE


UN MURMULLO EN EL NORTE


Ya nos previno Tariq que un temor se fraguaba en el norte; resultó ser como una brisa que se extendió imparable por el tiempo y el espacio.

De la unión entre la  leyenda y la superstición, nacieron sombrías construcciones que empezaron a erguirse por las montañas, y que nosotros mirábamos con extrañeza pues no entendíamos su pétrea belleza.

No lo sabíamos, pero nuestra suerte ya estaba echada.

Los infieles miraban absortos aquellas chocantes figuras cinceladas en las rocas desnudas, que parecían susurrarles mensajes secretos vedados a nuestros oídos.

Cuando ya era tarde lo comprendimos, combatid a los moros…les susurraban.

miércoles, 23 de enero de 2013

HAY COSAS CON LAS QUE ES MEJOR NO JUGAR CHAVAL


Recuerdo cuando me contaron esta historia como un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No fue un escalofrío producido por el miedo; si no por hablar con personas, muy próximas a mí, que tenían la certeza de haber presenciado hechos extraños. Me aseguraron que ellos estuvieron en aquel cementerio y fueron testigos de los acontecimientos que allí ocurrieron hace mas de 40 años, y que os paso a relatar:
Todo ocurrió en un pueblecito del pre Pirineo; donde los inviernos son largos y duros; y las nieves con frecuencia cubren los caminos dejando a sus gentes incomunicadas; gente cuyo carácter es cincelado por el duro clima y el agreste terreno. Cuando el Sol desaparece tras las frondosas colinas, las tinieblas van llenando lentamente todos los huecos de la aldea; es entonces cuando las gentes cierran las ventanas, aseguran las puertas, y se recogen en sus casas.
Severina no se preocupaba mucho por estas cosas. Vivía sola en un viejo caserón un poco apartado del resto del pueblo. Era una mujer de aspecto menudo que vestía toda de negro a la antigua usanza en señal de duelo por su difunto marido fallecido años atrás. La gente del pueblo le tenía un extraño respeto, y no debido a su penetrante mirada, sino porque según creían los lugareños Severina adivinaba cosas.
Cuentan que una tarde, estando Severina en su casa tomando café con unos amigos, oyeron en la lejanía el motor de un coche. Severina con el gesto muy serio, alzó su penetrante mirada y les dijo:
-       ¿Oís ese coche? Es mi hijo que vive en Francia que viene a verme.
Teniendo en cuenta que las visitas de su hijo no eran frecuentes, y que no había en toda la casa un solo teléfono con el que le hubiera podido avisar de su llegada, a sus invitados eso les sonó extraño.
Recuperados del comentario los invitados siguieron charlando aunque más bien para simular normalidad delante de Severina, que si por ellos hubiera sido hubieran salido de allí corriendo al momento, tales eran las miradas nerviosas que se cruzaban. En esas estaban cuando sonó el timbre de la puerta; Severina se levantó y atravesando como un flecha el nerviosismo que cubría la sala, fue a abrir perdiéndose tras la puerta del salón.
Al instante regresó Severina acompañada de su hijo, el que vivía en Francia.
Cuentan que cuando a Severina le llegó su hora su nuera estaba acompañándola al pie de su lecho de muerte. Severina estaba tendida en su cama con sus aun penetrantes ojos mirando el techo, y murmurando cosas incomprensibles. En un momento de la noche Severina dejó de murmurar y ladeando la cabeza clavó su mirada en su nuera. Durante unos segundos que le parecieron eternos le sostuvo la mirada hasta que Severina volvió a girar la cabeza hacia el techo, y en su suspiro largo y casi inaudible expiró. En ese momento un estruendo espantoso se oyó en la cocina. La nuera se levantó de la silla y corrió hacia allí. Cuando llegó y contempló lo ocurrido fue presa de un ataque de nervios que la hizo romper a llorar y caer de rodillas bajo el umbral de la puerta. Su marido, e hijo de Severina, que había ido a la habitación de al lado a intentar descabezar un sueño, se levantó corriendo al oír el estruendo y tras entrar al cuarto de su madre y ver que había fallecido se dirigió corriendo a la cocina. Atravesó el viejo pasillo casi a oscuras solo iluminado tenuemente por la luz que provenía de la cocina. Cuando llegó a la puerta de la cocina vio a su mujer arrodillada y temblando de miedo; le ayudó a levantarse y la abrazó, la abrazó fuerte y observó la cocina por encima de su cabello: todos los armarios estaban abiertos y todas las cacerolas, vajillas y cubiertos estaban desparramados por el suelo. La nuera jamás volvió a pisar esa casa.
El día de su entierro comenzó con una mañana helada y clara. Sin nubes en el cielo el traidor Sol invernal desprendía sus rayos de luz, iluminando sin calentar ni lo mas mínimo los ateridos miembros del cortejo fúnebre. Varias docenas de aldeanos, incluidos el sacerdote y el médico, recorrían los escasos metros que separaban la aldea del cementerio. El ataúd era llevado por seis familiares que avanzaban lentamente envueltos en el vaho que despedían sus respiraciones.
Cuando llegaron al cementerio depositaron el ataúd en una mesa de piedra a la intemperie. El silencio en el cementerio era toral; los aldeanos congregados alrededor del ataúd guardaban un respeto reverencial. Mientras los enterradores iban preparando sus herramientas para realizar su trabajo, el sacerdote se arrodilló y cogió un puñado de tierra del suelo del cementerio, para después alzarla sobre su rostro y bendecirla. Con el puñado de tierra bendecida en la mano se acercó al ataúd y la desparramó sobre su fría madera; al instante en que la tierra tocó la madera, la tapa del ataúd se abrió produciendo un ruido sordo que resonó por todo el cementerio, dejando al descubierto el cadáver de Severina. El sacerdote en un primer momento retrocedió de la impresión, pero una vez recobrado del susto se acercó al cuerpo sin vida de Severina y ante su asombro observó que el cadáver estaba sudando.
Con un gesto indicó al médico que se acercara; el cual al ver que el cadáver sudaba le acercó dos dedos lentamente a la yugular y con cierto temor comprobó que no tenía pulso. Ayudado por el sacerdote volvió a cerrar el féretro. Los aldeanos, entre los que se encontraban personas próximas a mí, empezaron a murmurar que cómo era posible que se hubiera abierto el ataúd de esa manera. Los enterradores, que miraban con los ojos como platos el ataúd, reaccionaron a la orden del médico de proceder a enterrar el ataúd bajo tierra.
Estos hechos ocurrieron en aquel pequeño cementerio de pueblo hace mas de 40 años. Después de oír aquella historia me quedé pensativo, por primera vez en mi vida había dado con testigos de un acontecimiento que cuanto menos podríamos decir que era extraño; así que me decidí a investigar un poco más.
Intenté localizar al hijo de Severina y a su nuera pero mis esperanzas de entrevistarlos se desvanecieron cuando me enteré de que se habían marchado a Australia hacía unos diez años. No teniendo más descendientes decidí investigar el viejo caserón donde vivía Severina y… ¡bingo!, la casa había tenido 3 propietarios en los últimos 10 años; el primero de ellos se quejaba de que en la casa ocurrían cosas extrañas, me contó que al poco tiempo de comprarlo no se atrevía ni a ir al servicio por la noche. Así que la vendió a otro hombre del pueblo, el cual cegado por la oportunidad de adquirir a buen precio el caserón no hizo caso de los que le intentaron prevenir. Al poco tiempo y ante la perspectiva de volverse loco se la vendió al actual propietario. El actual era un comisario de policía que vivía en Zaragoza y que utilizaba la casa como segunda vivienda para huir de los abrasadores veranos zaragozanos.
Sin pensármelo dos veces llamé a un familiar mío que lo conocía, y lo convencí para pasar el fin de semana en el pueblo. Siendo verano había muchas probabilidades de que estuviera ahí. Cuando llegamos le pedí a mi pariente que me indicara donde estaba la casa de Severina. No tenía intención de entrar; pero solo de verla por fuera me estremecí. Estaba situada unos 60 metros fuera del pueblo, justo en frente tenía la residencia de ancianos; el camino que llevaba a ella desde el pueblo atravesaba un puente que cruzaba las oscuras aguas del río Arba, y justo ahí al lado del puente se erguía en soledad esa casa fantasmal. Nos dirigimos al único bar del pueblo.
-       Si el comisario está en el pueblo estará ahí- me indicó mi pariente.
Cuando entramos en el rústico bar vi a un solo hombre sentado en una mesa. Estaba bebiendo una cerveza y mirando despreocupadamente la televisión; de unos 50 años su cara contaba que había visto mucho en la vida.” Como no sea él se acabó” Pensé.
-       Es él - Me dijo mi pariente discretamente al oído.
Me acerqué a él y con precaución , ya que había oído cosas acerca del carácter de los comisarios, me presenté . El comisario, que resultó que conocía a mis padres de hacía mucho tiempo, permitió que me sentara con él.
-       ¿Qué te trae por aquí chaval?-  Me dijo el comisario.
-       Quería hablar con usted acerca de su casa.
-   ¿No querrás comprarla verdad? – Me dijo justo antes de dar un largo trago al vaso de cerveza sin quitarme el ojo de encima.
-     La verdad es que no. Me contaron la historia de Severina y me pareció increíble así que decidí investigar un poco más.
-         No me digas más, ¿quieres saber sin pasan cosas raras no?. Pues sí, ocurren.
-       ¿Y no le da miedo vivir ahí?
-       Miedo no. El miedo hay que tenérselo a los vivos no a los muertos –. Dijo mientras sacaba un cigarro de tabaco rubio y lo encendía.
-       Es usted un hombre muy pragmático –. Le contesté asombrado por su aplomo - ¿Pero no se pregunta por qué suceden esas cosas extrañas?
El comisario me miró fijamente, en su mirada dura vi un atisbo de duda; como si estuviera valorando el compartir conmigo una información o levantarse e irse del bar. Parece que ganó la primera opción, el comisario bajó la mirada y apagó el cigarro.
-       Cuando compré la casa no hice mucho caso a las habladurías de la gente, con el tiempo comprobé que en la casa pasaban cosas raras: cosas que se mueven solas, ruidos inexplicables, luces que se apagan. Un día en el que estaba organizando cacharros viejos subí al ático para dejar unas cajas. Al depositar una de ellas en una vieja estantería tropecé con un trasto que había en el suelo y golpeé la estantería. Del golpe que le di la estantería se tambaleo y de los estantes superiores cayó algo al suelo. Me agache para ver lo que era pero la tenue luz de la bombilla que alumbraba todo el ático no era suficiente. Recogí del suelo lo que me pareció una tabla de madera y lo contemplé bajo la bombilla: era una tabla de ouija viejísima de principios de siglo pasado. Al parecer la desgraciada Severina ocupaba sus tardes invernales haciendo espiritismo.
-       ¿Y qué hiciste con la tabla?
-      Que voy a hacer, la dejé donde estaba. Hay cosas con las que es mejor no jugar chaval.- Dijo el comisario levantándose para, tras pagar la cerveza que se había bebido, abandonar el bar dirigiéndome una última mirada.

miércoles, 16 de enero de 2013

UNA MIRADA AL PASADO


Doña Clara a sus ochenta y tantos años todavía seguía yendo todos los días a buscar a su nieta Claudia al colegio. Día tras día la esperaba en la puerta del colegio que los escolapios tenían en la calle Santa Catalina de Zaragoza, y volvían a casa atravesando el Coso por el camino mas corto, para llegar a su vieja casa situada en el casco antiguo de la ciudad.
Un día a Doña Clara se le ocurrió desviarse por la calle Don Jaime I, para entrar en una de las mejores pastelerías de la ciudad. Los adornos navideños resaltaban el viejo marco de madera del escaparate, en el que infinidad de chiquillos aplastaban sus naricillas, asombrados ante semejante exhibición de azúcares. Doña Clara le compró una magdalena de chocolate a su nieta.
-          No se lo digas a tu madre –. Le dijo guiñándole un ojo.
Siguieron camino a casa internándose en “El Tubo”; Claudia devoraba su magdalena cuando una colorida fachada llamó su atención. Con la boca llena de migas intentó leer el cartel del local.
-          E..l..P..a..t..a –. Dijo con los ojos muy abiertos sin dejar de masticar la magdalena.
-          No corazón, es “El Plata” – Le corrigió Doña Clara.
Si Claudia hubiera mirado en ese momento a su abuela, hubiera visto como la anciana miraba el letrero con lágrimas en los ojos, con una mirada que evocaba los ecos de una vida ya vivida. Recordaba como allá por los años 40 llegó a Zaragoza, huyendo de la miseria que la posguerra extendía inexorable por el mundo rural. Dejando atrás la tumba de su madre y el recuerdo de un padre que las abandonó a ambas. Sin nada en el mundo más que lo poco que había sacado de la venta de la casa de su madre, llegó decidida a abrirse paso aprovechando el ímpetu que otorga la juventud, y la espectacular belleza  con la que había sido bendecida.
Pronto encontró trabajo como empleada de hogar en una casa de gente rica por la zona del Paseo de Sagasta. Después de acabar su jornada, y cuando no estaban presentes los señores, Clara encendía el televisor y contemplaba embelesada las actuaciones de Marlene Dietrich. – Yo quiero ser como ella –. Pensaba. Cierto día oyó hablar de un sitio con antigua mala fama, ahora reformado a café de variedades: El Plata. Sin pensárselo dos veces acudió a pedir trabajo de bailarina. Le hicieron una prueba, y con la única experiencia de haber imitado un millón de veces a su idolatrada Marlene, la superó.
Con el paso del tiempo se convirtió en la estrella principal del cabaret, y el mito erótico de los cadetes de la Academia General Militar. Un día mientras se estaba cambiando entre bambalinas, notó que alguien la observaba. Ese alguien resultó ser un guapo bailarín de Swing, llamado Julio. Nacido estadounidense pero de padres españoles, iba a actuar durante un par de meses en El Plata para deleitar al público con sus números. Rápidamente quedó prendada de él, y tras las actuaciones se buscaban para pasar el mayor tiempo posible juntos. Recordaba aquella noche inolvidable en la que hicieron el amor por primera vez; con la luz de la luna colándose por la ventana del camerino; iluminando el atrezo y el sin fin de vestidos desparramados  por el suelo. Recordaba aquellas noches de martini y tabaco rubio, en las que Julio le hablaba apasionado de sus planes de triunfar en Las Vegas. Recordaba el día que lo despidió en la desaparecida estación del Norte; el día en que Julio cogió un tren para perseguir sus sueños; pero sobretodo recordaba muy bien que no fue capaz de decirle que se había quedado embarazada. Nunca más volvió a saber nada de él; pero su recuerdo quedó imborrable en su alma.
-          ¡Vamos abuelita! Mamá se preocupará si llegamos tarde.
-          Si mi vida, ya vamos -. Dijo Clara enjugándose las lágrimas y caminando hasta perderse entre la multitud de la Zaragoza contemporánea.