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domingo, 12 de abril de 2015

LA MALDICIÓN DEL REY

Un viejo rey aragonés maldijo el apellido de mi familia.
Dicen que fue porque mis antepasados no quisieron ir a una batalla olvidada a defender su nombre. Fuera como fuese, el desastre y las guerras acompañaron desde entonces al linaje de mi familia allí donde estuvieran.
 Mi bisabuelo escapó de la Zaragoza asediada por los franceses en 1808 y huyó a Cuba. Siempre decía que uno no sabía lo que era España si no había visto América, lo que de verdad vio el viejo fue la manera de forrarse plantado caña de azúcar y exportando a los gringos. Hizo una fortuna con lo del azúcar; pero ni todo el oro del mundo le hizo olvidar las penurias que pasó en el coso zaragozano bajo los cañonazos franceses.

Mi abuelo y mi padre mantuvieron las plantaciones e incluso ampliaron el negocio con la llegada del ferrocarril. Nos convertimos en clase alta y entre fiestas, casonas y ron parecía que al fin habíamos dado esquinazo a la maldición del viejo rey. El día que unos criollos llamaron a mi puerta para preguntarme sobre los esclavos que usaba en las plantaciones comprendí que no era así. Me dijeron que no querían españoles en Cuba, como si ser cubano no fuera lo mismo que ser español les dije. Corría el año 1898 y el Imperio Español se derrumbaba. Tuve que huir de La Habana mientras el maldito rey seguía riéndose en su sucia tumba de fría piedra.  Vagué por una Europa consumida en las llamas del odio durante la primera década del siglo, cansado de tanta muerte volví a América en 1929, esta vez a New York, donde invertí lo poco que me quedaba de la fortuna familiar. No salió bien. Creo que he pagado la parte de la maldición que mi padre y mi abuelo no pagaron; pero sé que las cosas están a punto de cambiar, lo sé, he vuelto a España, he vuelto a la tierra de mis ancestros dispuesto a vencer la maldición del rey, y hoy 16 de julio de 1936, un futuro prometedor se abre ante mí.

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