Un viejo rey aragonés maldijo el apellido de mi familia.
Dicen que fue porque mis antepasados no quisieron ir a una batalla
olvidada a defender su nombre. Fuera como fuese, el desastre y las guerras
acompañaron desde entonces al linaje de mi familia allí donde estuvieran.
Mi bisabuelo escapó de la
Zaragoza asediada por los franceses en 1808 y huyó a Cuba. Siempre decía que
uno no sabía lo que era España si no había visto América, lo que de verdad vio
el viejo fue la manera de forrarse plantado caña de azúcar y exportando a los
gringos. Hizo una fortuna con lo del azúcar; pero ni todo el oro del mundo le
hizo olvidar las penurias que pasó en el coso zaragozano bajo los cañonazos
franceses.
Mi abuelo y mi padre mantuvieron las plantaciones e incluso ampliaron
el negocio con la llegada del ferrocarril. Nos convertimos en clase alta y
entre fiestas, casonas y ron parecía que al fin habíamos dado esquinazo a la
maldición del viejo rey. El día que unos criollos llamaron a mi puerta para
preguntarme sobre los esclavos que usaba en las plantaciones comprendí que no
era así. Me dijeron que no querían españoles en Cuba, como si ser cubano no
fuera lo mismo que ser español les dije. Corría el año 1898 y el Imperio
Español se derrumbaba. Tuve que huir de La Habana mientras el maldito rey
seguía riéndose en su sucia tumba de fría piedra. Vagué por una Europa consumida en las llamas
del odio durante la primera década del siglo, cansado de tanta muerte volví a
América en 1929, esta vez a New York, donde invertí lo poco que me quedaba de
la fortuna familiar. No salió bien. Creo que he pagado la parte de la maldición
que mi padre y mi abuelo no pagaron; pero sé que las cosas están a punto de cambiar,
lo sé, he vuelto a España, he vuelto a la tierra de mis ancestros dispuesto a
vencer la maldición del rey, y hoy 16 de julio de 1936, un futuro prometedor se
abre ante mí.