Recuerdo cuando me contaron esta historia
como un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No fue un escalofrío producido
por el miedo; si no por hablar con personas, muy próximas a mí, que tenían la
certeza de haber presenciado hechos extraños. Me aseguraron que ellos
estuvieron en aquel cementerio y fueron testigos de los acontecimientos que
allí ocurrieron hace mas de 40 años, y que os paso a relatar:
Todo ocurrió en un pueblecito del pre Pirineo;
donde los inviernos son largos y duros; y las nieves con frecuencia cubren los
caminos dejando a sus gentes incomunicadas; gente cuyo carácter es cincelado
por el duro clima y el agreste terreno. Cuando el Sol desaparece tras las
frondosas colinas, las tinieblas van llenando lentamente todos los huecos de la
aldea; es entonces cuando las gentes cierran las ventanas, aseguran las
puertas, y se recogen en sus casas.
Severina no se preocupaba mucho por estas
cosas. Vivía sola en un viejo caserón un poco apartado del resto del pueblo.
Era una mujer de aspecto menudo que vestía toda de negro a la antigua usanza en
señal de duelo por su difunto marido fallecido años atrás. La gente del pueblo
le tenía un extraño respeto, y no debido a su penetrante mirada, sino porque
según creían los lugareños Severina adivinaba cosas.
Cuentan que una tarde, estando Severina en su
casa tomando café con unos amigos, oyeron en la lejanía el motor de un coche.
Severina con el gesto muy serio, alzó su penetrante mirada y les dijo:
-
¿Oís ese coche? Es mi hijo que vive en
Francia que viene a verme.
Teniendo en cuenta que las visitas de su hijo
no eran frecuentes, y que no había en toda la casa un solo teléfono con el que
le hubiera podido avisar de su llegada, a sus invitados eso les sonó extraño.
Recuperados del comentario los invitados
siguieron charlando aunque más bien para simular normalidad delante de
Severina, que si por ellos hubiera sido hubieran salido de allí corriendo al
momento, tales eran las miradas nerviosas que se cruzaban. En esas estaban
cuando sonó el timbre de la puerta; Severina se levantó y atravesando como un
flecha el nerviosismo que cubría la sala, fue a abrir perdiéndose tras la
puerta del salón.
Al instante regresó Severina acompañada de su
hijo, el que vivía en Francia.
Cuentan que cuando a Severina le llegó su
hora su nuera estaba acompañándola al pie de su lecho de muerte. Severina
estaba tendida en su cama con sus aun penetrantes ojos mirando el techo, y
murmurando cosas incomprensibles. En un momento de la noche Severina dejó de
murmurar y ladeando la cabeza clavó su mirada en su nuera. Durante unos
segundos que le parecieron eternos le sostuvo la mirada hasta que Severina
volvió a girar la cabeza hacia el techo, y en su suspiro largo y casi inaudible
expiró. En ese momento un estruendo espantoso se oyó en la cocina. La nuera se
levantó de la silla y corrió hacia allí. Cuando llegó y contempló lo ocurrido
fue presa de un ataque de nervios que la hizo romper a llorar y caer de
rodillas bajo el umbral de la puerta. Su marido, e hijo de Severina, que había
ido a la habitación de al lado a intentar descabezar un sueño, se levantó
corriendo al oír el estruendo y tras entrar al cuarto de su madre y ver que
había fallecido se dirigió corriendo a la cocina. Atravesó el viejo pasillo
casi a oscuras solo iluminado tenuemente por la luz que provenía de la cocina.
Cuando llegó a la puerta de la cocina vio a su mujer arrodillada y temblando de
miedo; le ayudó a levantarse y la abrazó, la abrazó fuerte y observó la cocina
por encima de su cabello: todos los armarios estaban abiertos y todas las
cacerolas, vajillas y cubiertos estaban desparramados por el suelo. La nuera
jamás volvió a pisar esa casa.
El día de su entierro comenzó con una mañana
helada y clara. Sin nubes en el cielo el traidor Sol invernal desprendía sus
rayos de luz, iluminando sin calentar ni lo mas mínimo los ateridos miembros
del cortejo fúnebre. Varias docenas de aldeanos, incluidos el sacerdote y el
médico, recorrían los escasos metros que separaban la aldea del cementerio. El
ataúd era llevado por seis familiares que avanzaban lentamente envueltos en el
vaho que despedían sus respiraciones.
Cuando llegaron al cementerio depositaron el
ataúd en una mesa de piedra a la intemperie. El silencio en el cementerio era
toral; los aldeanos congregados alrededor del ataúd guardaban un respeto
reverencial. Mientras los enterradores iban preparando sus herramientas para
realizar su trabajo, el sacerdote se arrodilló y cogió un puñado de tierra del
suelo del cementerio, para después alzarla sobre su rostro y bendecirla. Con el
puñado de tierra bendecida en la mano se acercó al ataúd y la desparramó sobre
su fría madera; al instante en que la tierra tocó la madera, la tapa del ataúd
se abrió produciendo un ruido sordo que resonó por todo el cementerio, dejando
al descubierto el cadáver de Severina. El sacerdote en un primer momento
retrocedió de la impresión, pero una vez recobrado del susto se acercó al
cuerpo sin vida de Severina y ante su asombro observó que el cadáver estaba
sudando.
Con un gesto indicó al médico que se
acercara; el cual al ver que el cadáver sudaba le acercó dos dedos
lentamente a la yugular y con cierto temor comprobó que no tenía pulso. Ayudado
por el sacerdote volvió a cerrar el féretro. Los aldeanos, entre los que se
encontraban personas próximas a mí, empezaron a murmurar que cómo era posible
que se hubiera abierto el ataúd de esa manera. Los enterradores, que miraban
con los ojos como platos el ataúd, reaccionaron a la orden del médico de
proceder a enterrar el ataúd bajo tierra.
Estos hechos ocurrieron en aquel pequeño
cementerio de pueblo hace mas de 40 años. Después de oír aquella historia me
quedé pensativo, por primera vez en mi vida había dado con testigos de un
acontecimiento que cuanto menos podríamos decir que era extraño; así que me
decidí a investigar un poco más.
Intenté localizar al hijo de Severina y a su
nuera pero mis esperanzas de entrevistarlos se desvanecieron cuando me enteré
de que se habían marchado a Australia hacía unos diez años. No teniendo más
descendientes decidí investigar el viejo caserón donde vivía Severina y…
¡bingo!, la casa había tenido 3 propietarios en los últimos 10 años; el primero
de ellos se quejaba de que en la casa ocurrían cosas extrañas, me contó que al
poco tiempo de comprarlo no se atrevía ni a ir al servicio por la noche. Así
que la vendió a otro hombre del pueblo, el cual cegado por la oportunidad de
adquirir a buen precio el caserón no hizo caso de los que le intentaron
prevenir. Al poco tiempo y ante la perspectiva de volverse loco se la vendió al
actual propietario. El actual era un comisario de policía que vivía en Zaragoza
y que utilizaba la casa como segunda vivienda para huir de los abrasadores
veranos zaragozanos.
Sin pensármelo dos veces llamé a un familiar
mío que lo conocía, y lo convencí para pasar el fin de semana en el pueblo.
Siendo verano había muchas probabilidades de que estuviera ahí. Cuando llegamos
le pedí a mi pariente que me indicara donde estaba la casa de Severina. No
tenía intención de entrar; pero solo de verla por fuera me estremecí. Estaba
situada unos 60 metros fuera del pueblo, justo en frente tenía la residencia de
ancianos; el camino que llevaba a ella desde el pueblo atravesaba un puente que
cruzaba las oscuras aguas del río Arba, y justo ahí al lado del puente se
erguía en soledad esa casa fantasmal. Nos dirigimos al único bar del pueblo.
- Si
el comisario está en el pueblo estará ahí- me indicó mi pariente.
Cuando entramos en el rústico bar vi a un
solo hombre sentado en una mesa. Estaba bebiendo una cerveza y mirando
despreocupadamente la televisión; de unos 50 años su cara contaba que había
visto mucho en la vida.” Como no sea él
se acabó” Pensé.
- Es
él - Me dijo mi pariente discretamente al oído.
Me acerqué a él y con precaución , ya que
había oído cosas acerca del carácter de los comisarios, me presenté . El
comisario, que resultó que conocía a mis padres de hacía mucho tiempo, permitió
que me sentara con él.
- ¿Qué
te trae por aquí chaval?- Me dijo el
comisario.
- Quería
hablar con usted acerca de su casa.
- ¿No
querrás comprarla verdad? – Me dijo justo antes de dar un largo trago al vaso
de cerveza sin quitarme el ojo de encima.
- La
verdad es que no. Me contaron la historia de Severina y me pareció increíble
así que decidí investigar un poco más.
- No
me digas más, ¿quieres saber sin pasan cosas raras no?. Pues sí, ocurren.
- ¿Y
no le da miedo vivir ahí?
- Miedo
no. El miedo hay que tenérselo a los vivos no a los muertos –. Dijo mientras
sacaba un cigarro de tabaco rubio y lo encendía.
- Es
usted un hombre muy pragmático –. Le contesté asombrado por su aplomo - ¿Pero
no se pregunta por qué suceden esas cosas extrañas?
El comisario me miró
fijamente, en su mirada dura vi un atisbo de duda; como si estuviera valorando
el compartir conmigo una información o levantarse e irse del bar. Parece que
ganó la primera opción, el comisario bajó la mirada y apagó el cigarro.
- Cuando
compré la casa no hice mucho caso a las habladurías de la gente, con el tiempo
comprobé que en la casa pasaban cosas raras: cosas que se mueven solas, ruidos
inexplicables, luces que se apagan. Un día en el que estaba organizando
cacharros viejos subí al ático para dejar unas cajas. Al depositar una de ellas
en una vieja estantería tropecé con un trasto que había en el suelo y golpeé la
estantería. Del golpe que le di la estantería se tambaleo y de los estantes
superiores cayó algo al suelo. Me agache para ver lo que era pero la tenue luz
de la bombilla que alumbraba todo el ático no era suficiente. Recogí del suelo
lo que me pareció una tabla de madera y lo contemplé bajo la bombilla: era una
tabla de ouija viejísima de principios de siglo pasado. Al parecer la
desgraciada Severina ocupaba sus tardes invernales haciendo espiritismo.
- ¿Y qué
hiciste con la tabla?
- Que
voy a hacer, la dejé donde estaba. Hay cosas con las que es mejor no jugar
chaval.- Dijo el comisario levantándose para, tras pagar la cerveza que se
había bebido, abandonar el bar dirigiéndome una última mirada.