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miércoles, 23 de enero de 2013

HAY COSAS CON LAS QUE ES MEJOR NO JUGAR CHAVAL


Recuerdo cuando me contaron esta historia como un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No fue un escalofrío producido por el miedo; si no por hablar con personas, muy próximas a mí, que tenían la certeza de haber presenciado hechos extraños. Me aseguraron que ellos estuvieron en aquel cementerio y fueron testigos de los acontecimientos que allí ocurrieron hace mas de 40 años, y que os paso a relatar:
Todo ocurrió en un pueblecito del pre Pirineo; donde los inviernos son largos y duros; y las nieves con frecuencia cubren los caminos dejando a sus gentes incomunicadas; gente cuyo carácter es cincelado por el duro clima y el agreste terreno. Cuando el Sol desaparece tras las frondosas colinas, las tinieblas van llenando lentamente todos los huecos de la aldea; es entonces cuando las gentes cierran las ventanas, aseguran las puertas, y se recogen en sus casas.
Severina no se preocupaba mucho por estas cosas. Vivía sola en un viejo caserón un poco apartado del resto del pueblo. Era una mujer de aspecto menudo que vestía toda de negro a la antigua usanza en señal de duelo por su difunto marido fallecido años atrás. La gente del pueblo le tenía un extraño respeto, y no debido a su penetrante mirada, sino porque según creían los lugareños Severina adivinaba cosas.
Cuentan que una tarde, estando Severina en su casa tomando café con unos amigos, oyeron en la lejanía el motor de un coche. Severina con el gesto muy serio, alzó su penetrante mirada y les dijo:
-       ¿Oís ese coche? Es mi hijo que vive en Francia que viene a verme.
Teniendo en cuenta que las visitas de su hijo no eran frecuentes, y que no había en toda la casa un solo teléfono con el que le hubiera podido avisar de su llegada, a sus invitados eso les sonó extraño.
Recuperados del comentario los invitados siguieron charlando aunque más bien para simular normalidad delante de Severina, que si por ellos hubiera sido hubieran salido de allí corriendo al momento, tales eran las miradas nerviosas que se cruzaban. En esas estaban cuando sonó el timbre de la puerta; Severina se levantó y atravesando como un flecha el nerviosismo que cubría la sala, fue a abrir perdiéndose tras la puerta del salón.
Al instante regresó Severina acompañada de su hijo, el que vivía en Francia.
Cuentan que cuando a Severina le llegó su hora su nuera estaba acompañándola al pie de su lecho de muerte. Severina estaba tendida en su cama con sus aun penetrantes ojos mirando el techo, y murmurando cosas incomprensibles. En un momento de la noche Severina dejó de murmurar y ladeando la cabeza clavó su mirada en su nuera. Durante unos segundos que le parecieron eternos le sostuvo la mirada hasta que Severina volvió a girar la cabeza hacia el techo, y en su suspiro largo y casi inaudible expiró. En ese momento un estruendo espantoso se oyó en la cocina. La nuera se levantó de la silla y corrió hacia allí. Cuando llegó y contempló lo ocurrido fue presa de un ataque de nervios que la hizo romper a llorar y caer de rodillas bajo el umbral de la puerta. Su marido, e hijo de Severina, que había ido a la habitación de al lado a intentar descabezar un sueño, se levantó corriendo al oír el estruendo y tras entrar al cuarto de su madre y ver que había fallecido se dirigió corriendo a la cocina. Atravesó el viejo pasillo casi a oscuras solo iluminado tenuemente por la luz que provenía de la cocina. Cuando llegó a la puerta de la cocina vio a su mujer arrodillada y temblando de miedo; le ayudó a levantarse y la abrazó, la abrazó fuerte y observó la cocina por encima de su cabello: todos los armarios estaban abiertos y todas las cacerolas, vajillas y cubiertos estaban desparramados por el suelo. La nuera jamás volvió a pisar esa casa.
El día de su entierro comenzó con una mañana helada y clara. Sin nubes en el cielo el traidor Sol invernal desprendía sus rayos de luz, iluminando sin calentar ni lo mas mínimo los ateridos miembros del cortejo fúnebre. Varias docenas de aldeanos, incluidos el sacerdote y el médico, recorrían los escasos metros que separaban la aldea del cementerio. El ataúd era llevado por seis familiares que avanzaban lentamente envueltos en el vaho que despedían sus respiraciones.
Cuando llegaron al cementerio depositaron el ataúd en una mesa de piedra a la intemperie. El silencio en el cementerio era toral; los aldeanos congregados alrededor del ataúd guardaban un respeto reverencial. Mientras los enterradores iban preparando sus herramientas para realizar su trabajo, el sacerdote se arrodilló y cogió un puñado de tierra del suelo del cementerio, para después alzarla sobre su rostro y bendecirla. Con el puñado de tierra bendecida en la mano se acercó al ataúd y la desparramó sobre su fría madera; al instante en que la tierra tocó la madera, la tapa del ataúd se abrió produciendo un ruido sordo que resonó por todo el cementerio, dejando al descubierto el cadáver de Severina. El sacerdote en un primer momento retrocedió de la impresión, pero una vez recobrado del susto se acercó al cuerpo sin vida de Severina y ante su asombro observó que el cadáver estaba sudando.
Con un gesto indicó al médico que se acercara; el cual al ver que el cadáver sudaba le acercó dos dedos lentamente a la yugular y con cierto temor comprobó que no tenía pulso. Ayudado por el sacerdote volvió a cerrar el féretro. Los aldeanos, entre los que se encontraban personas próximas a mí, empezaron a murmurar que cómo era posible que se hubiera abierto el ataúd de esa manera. Los enterradores, que miraban con los ojos como platos el ataúd, reaccionaron a la orden del médico de proceder a enterrar el ataúd bajo tierra.
Estos hechos ocurrieron en aquel pequeño cementerio de pueblo hace mas de 40 años. Después de oír aquella historia me quedé pensativo, por primera vez en mi vida había dado con testigos de un acontecimiento que cuanto menos podríamos decir que era extraño; así que me decidí a investigar un poco más.
Intenté localizar al hijo de Severina y a su nuera pero mis esperanzas de entrevistarlos se desvanecieron cuando me enteré de que se habían marchado a Australia hacía unos diez años. No teniendo más descendientes decidí investigar el viejo caserón donde vivía Severina y… ¡bingo!, la casa había tenido 3 propietarios en los últimos 10 años; el primero de ellos se quejaba de que en la casa ocurrían cosas extrañas, me contó que al poco tiempo de comprarlo no se atrevía ni a ir al servicio por la noche. Así que la vendió a otro hombre del pueblo, el cual cegado por la oportunidad de adquirir a buen precio el caserón no hizo caso de los que le intentaron prevenir. Al poco tiempo y ante la perspectiva de volverse loco se la vendió al actual propietario. El actual era un comisario de policía que vivía en Zaragoza y que utilizaba la casa como segunda vivienda para huir de los abrasadores veranos zaragozanos.
Sin pensármelo dos veces llamé a un familiar mío que lo conocía, y lo convencí para pasar el fin de semana en el pueblo. Siendo verano había muchas probabilidades de que estuviera ahí. Cuando llegamos le pedí a mi pariente que me indicara donde estaba la casa de Severina. No tenía intención de entrar; pero solo de verla por fuera me estremecí. Estaba situada unos 60 metros fuera del pueblo, justo en frente tenía la residencia de ancianos; el camino que llevaba a ella desde el pueblo atravesaba un puente que cruzaba las oscuras aguas del río Arba, y justo ahí al lado del puente se erguía en soledad esa casa fantasmal. Nos dirigimos al único bar del pueblo.
-       Si el comisario está en el pueblo estará ahí- me indicó mi pariente.
Cuando entramos en el rústico bar vi a un solo hombre sentado en una mesa. Estaba bebiendo una cerveza y mirando despreocupadamente la televisión; de unos 50 años su cara contaba que había visto mucho en la vida.” Como no sea él se acabó” Pensé.
-       Es él - Me dijo mi pariente discretamente al oído.
Me acerqué a él y con precaución , ya que había oído cosas acerca del carácter de los comisarios, me presenté . El comisario, que resultó que conocía a mis padres de hacía mucho tiempo, permitió que me sentara con él.
-       ¿Qué te trae por aquí chaval?-  Me dijo el comisario.
-       Quería hablar con usted acerca de su casa.
-   ¿No querrás comprarla verdad? – Me dijo justo antes de dar un largo trago al vaso de cerveza sin quitarme el ojo de encima.
-     La verdad es que no. Me contaron la historia de Severina y me pareció increíble así que decidí investigar un poco más.
-         No me digas más, ¿quieres saber sin pasan cosas raras no?. Pues sí, ocurren.
-       ¿Y no le da miedo vivir ahí?
-       Miedo no. El miedo hay que tenérselo a los vivos no a los muertos –. Dijo mientras sacaba un cigarro de tabaco rubio y lo encendía.
-       Es usted un hombre muy pragmático –. Le contesté asombrado por su aplomo - ¿Pero no se pregunta por qué suceden esas cosas extrañas?
El comisario me miró fijamente, en su mirada dura vi un atisbo de duda; como si estuviera valorando el compartir conmigo una información o levantarse e irse del bar. Parece que ganó la primera opción, el comisario bajó la mirada y apagó el cigarro.
-       Cuando compré la casa no hice mucho caso a las habladurías de la gente, con el tiempo comprobé que en la casa pasaban cosas raras: cosas que se mueven solas, ruidos inexplicables, luces que se apagan. Un día en el que estaba organizando cacharros viejos subí al ático para dejar unas cajas. Al depositar una de ellas en una vieja estantería tropecé con un trasto que había en el suelo y golpeé la estantería. Del golpe que le di la estantería se tambaleo y de los estantes superiores cayó algo al suelo. Me agache para ver lo que era pero la tenue luz de la bombilla que alumbraba todo el ático no era suficiente. Recogí del suelo lo que me pareció una tabla de madera y lo contemplé bajo la bombilla: era una tabla de ouija viejísima de principios de siglo pasado. Al parecer la desgraciada Severina ocupaba sus tardes invernales haciendo espiritismo.
-       ¿Y qué hiciste con la tabla?
-      Que voy a hacer, la dejé donde estaba. Hay cosas con las que es mejor no jugar chaval.- Dijo el comisario levantándose para, tras pagar la cerveza que se había bebido, abandonar el bar dirigiéndome una última mirada.

miércoles, 16 de enero de 2013

UNA MIRADA AL PASADO


Doña Clara a sus ochenta y tantos años todavía seguía yendo todos los días a buscar a su nieta Claudia al colegio. Día tras día la esperaba en la puerta del colegio que los escolapios tenían en la calle Santa Catalina de Zaragoza, y volvían a casa atravesando el Coso por el camino mas corto, para llegar a su vieja casa situada en el casco antiguo de la ciudad.
Un día a Doña Clara se le ocurrió desviarse por la calle Don Jaime I, para entrar en una de las mejores pastelerías de la ciudad. Los adornos navideños resaltaban el viejo marco de madera del escaparate, en el que infinidad de chiquillos aplastaban sus naricillas, asombrados ante semejante exhibición de azúcares. Doña Clara le compró una magdalena de chocolate a su nieta.
-          No se lo digas a tu madre –. Le dijo guiñándole un ojo.
Siguieron camino a casa internándose en “El Tubo”; Claudia devoraba su magdalena cuando una colorida fachada llamó su atención. Con la boca llena de migas intentó leer el cartel del local.
-          E..l..P..a..t..a –. Dijo con los ojos muy abiertos sin dejar de masticar la magdalena.
-          No corazón, es “El Plata” – Le corrigió Doña Clara.
Si Claudia hubiera mirado en ese momento a su abuela, hubiera visto como la anciana miraba el letrero con lágrimas en los ojos, con una mirada que evocaba los ecos de una vida ya vivida. Recordaba como allá por los años 40 llegó a Zaragoza, huyendo de la miseria que la posguerra extendía inexorable por el mundo rural. Dejando atrás la tumba de su madre y el recuerdo de un padre que las abandonó a ambas. Sin nada en el mundo más que lo poco que había sacado de la venta de la casa de su madre, llegó decidida a abrirse paso aprovechando el ímpetu que otorga la juventud, y la espectacular belleza  con la que había sido bendecida.
Pronto encontró trabajo como empleada de hogar en una casa de gente rica por la zona del Paseo de Sagasta. Después de acabar su jornada, y cuando no estaban presentes los señores, Clara encendía el televisor y contemplaba embelesada las actuaciones de Marlene Dietrich. – Yo quiero ser como ella –. Pensaba. Cierto día oyó hablar de un sitio con antigua mala fama, ahora reformado a café de variedades: El Plata. Sin pensárselo dos veces acudió a pedir trabajo de bailarina. Le hicieron una prueba, y con la única experiencia de haber imitado un millón de veces a su idolatrada Marlene, la superó.
Con el paso del tiempo se convirtió en la estrella principal del cabaret, y el mito erótico de los cadetes de la Academia General Militar. Un día mientras se estaba cambiando entre bambalinas, notó que alguien la observaba. Ese alguien resultó ser un guapo bailarín de Swing, llamado Julio. Nacido estadounidense pero de padres españoles, iba a actuar durante un par de meses en El Plata para deleitar al público con sus números. Rápidamente quedó prendada de él, y tras las actuaciones se buscaban para pasar el mayor tiempo posible juntos. Recordaba aquella noche inolvidable en la que hicieron el amor por primera vez; con la luz de la luna colándose por la ventana del camerino; iluminando el atrezo y el sin fin de vestidos desparramados  por el suelo. Recordaba aquellas noches de martini y tabaco rubio, en las que Julio le hablaba apasionado de sus planes de triunfar en Las Vegas. Recordaba el día que lo despidió en la desaparecida estación del Norte; el día en que Julio cogió un tren para perseguir sus sueños; pero sobretodo recordaba muy bien que no fue capaz de decirle que se había quedado embarazada. Nunca más volvió a saber nada de él; pero su recuerdo quedó imborrable en su alma.
-          ¡Vamos abuelita! Mamá se preocupará si llegamos tarde.
-          Si mi vida, ya vamos -. Dijo Clara enjugándose las lágrimas y caminando hasta perderse entre la multitud de la Zaragoza contemporánea.